En algún pueblo pesquero.
La noche
duró lo que tarda en llegar la mañana, lentamente el sol acaricia el rostro del
viejo pescador, arrebatándolo lentamente de su letargo. Bosteza, sacude su
cabeza para espantar el sueño que aún conserva. Se levanta. Con movimientos
seguros y firmes el viejo se viste, descubre un nuevo agujero en su pantalón, —más
tarde lo remendaré—, piensa mientras se coloca las viejas y cansadas botas.
Sale al exterior y frente a él se encuentra el muchacho que le trae los
camarones prometidos el día anterior. Los ojos del joven piden una vez más al
viejo pescador que le permita acompañarle, pero éste con un movimiento de
cabeza, señalando el bote del muchacho, lo hace desistir. Se despiden silenciosamente
de forma afectuosa y se desean suerte mutuamente. El joven pescador se dirige a
su bote y el viejo hace lo propio. Al llegar contempla aquella maltrecha embarcación, mudo testigo de
victorias y amargas tristezas, no era sólo un bote, era ya parte de él, como un
brazo o una pierna más. Sube a bordo, guarda los camarones y mientras termina
los últimos preparativos para zarpar, contempla el cielo, el sol es radiante,
una suave brisa acaricia su piel y el olor a mar le llena los pulmones.
Cuando sale a la mar no puede dejar de pensar en los últimos meses, en
los días enteros de mala suerte que había pasado sin un solo pez capturado, era
demasiado tiempo. No había muerto de hambre sólo porque sus amigos y conocidos
le proporcionaban comida, esto le molestaba, nunca le había agradado provocar
lastima, la humillación le dolía aún más que el hambre.
Arroja su red al agua y comienza a masticar algunos camarones para
entretener el hambre. Ser pescador requiere de mucha paciencia, esto lo sabía
muy bien, fue la primera cosa que aprendió cuando inició en este oficio. Mientras
espera, comienza a recordar sus días de infancia, aquellos días en los que se
enamoró del mar, esos fueron buenos tiempos, el pescado abundaba y todos podían
vivir muy bien, pero esto se acabó cuando los grandes barcos llegaron, después
de eso, todo comenzó a ir mal.
Un repentino viento le arranca sus pensamientos, las aguas debajo de él comienzan
a alborotarse, el pescador conoce muy bien el mar, sabe que una gran tormenta
se aproxima, una como nunca la ha visto antes. Aún no ha pescado nada, pero
piensa que no vale la pena arriesgarse y decide regresar al puerto. Se consuela
diciendo —un día más de mala suerte no mata a nadie—.
La tormenta cobra fuerza y se vuelve más violenta, el pequeño barco no
se hunde gracias a la gran habilidad y pericia del viejo. Esta no era la
primera tormenta a la que se enfrentaba y seguramente no sería la última. Se
encuentra cercano a la seguridad del puerto cuando un pensamiento atraviesa su
mente como un arpón. ¿Su joven amigo habría logrado escapar de la tormenta?
Esta interrogante le atormenta, el barco en el que trabaja el muchacho es
fuerte y resistente, pero sus tripulantes son inexpertos. Piensa en regresar,
en buscar a su amigo, pero la razón le dice que no sea tonto, duda por un
instante, toma el timón y gira su bote rumbo a la tormenta. Con valor,
y mostrando gran decisión penetra en la furia del mar. Mira por doquier pero
sólo ve muros de agua que se azotan y destrozan unos a otros. No se acobarda,
sigue en la busca de la única persona que le importa. Desesperado,
agotado, está a punto de rendirse, cuando mira en el agua trozos de madera y
piezas de metal, en medio de ese caos, puede ver la figura de lo que parece ser
un hombre, el cual lucha por no hundirse en las obscuras y violentas aguas. No
sin grandes esfuerzos se acerca a él consiguiendo arrebatarlo de una acuosa
muerte, en su rostro se asoma la tranquilidad al observar que ese cuerpo húmedo
y cansado es el de su amigo. El joven abre los ojos pudiendo ver el rostro de
su salvador, esboza una sonrisa por agradecimiento para después vomitar el agua
que trae en las entrañas.
Pero el mar es caprichoso, al ver que su víctima le ha sido arrancada,
suelta toda su furia en contra de la pequeña embarcación y sus húmedos tripulantes.
El joven y el viejo se encuentran desprotegidos, a la deriva, el bote ha sido
destruido por completo, no queda un pedazo lo suficientemente grande como para
aferrarse a él. El anciano pescador toma al muchacho y con lo que le queda de
fuerza lo arrastra hacia sí. Se siente morir, sus músculos se desgarran por el
esfuerzo, sus huesos se rompen con los iracundos golpes de mar.
El sol vuelve a brillar, un día más ha llegado, el mar ha apagado su
furia. Las gaviotas bailan con la brisa marina, los barcos muestran las
cicatrices del día anterior. En la playa un cuerpo se retuerce y despierta a la
vida. El joven pescador abre los ojos, aclara sus pensamientos, haciendo un
esfuerzo sobrehumano se pone de pie y repara en la ausencia de su amigo y
salvador. Grita su nombre hasta que su voz se apaga afónica, otros pescadores
se acercan a él y se unen a la búsqueda del viejo.
Una semana después, el joven pescador se encuentra frente al mar, el sol
es devorado por él, no hacen falta palabras, el viejo pescador había ofrecido
su vida a las aguas para que el joven pudiera vivir. En silencio da las gracias
a su amigo y se dirige a casa.
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