Hoy es el 162 aniversario luctuoso de Mary Wollstonecraft Godwin, mejor conocida
como Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, considerada
como la primer obra de ciencia ficción y una de los grandes clásicos de la
narrativa de terror.
A manera de homenaje, les
comparto este pequeño relato steampunk, que sin desearlo ni proponérselo y en
palabras de Joel Álamo, quien tuvo la gentileza de leerlo, terminó siendo precisamente
un bello homenaje a la autora. Espero que lo disfruten.
La máquina
que fabricaba dioses
En medio de una Europa que
sangra reyes, una joven dama toma asiento detrás de un escritorio ubicado en el
sótano de un sencillo edificio de ladrillo rojo y tejas verdes. Frente a ella
se encuentra una especie de tipógrafo montado sobre la estructura de una
máquina de coser, al que se le ha agregado una serie de teclas similares a las
de un piano. En cada una de ellas se ha grabado con maestría en el marfil uno
de los veintiséis caracteres del alfabeto ingles, así como los primeros diez
números arábigos y algunos símbolos de apariencia extraña.
La joven se retira los guantes de encaje de sus dedos y
comienza a oprimir con ellos algunas de las teclas en un orden aparentemente
preestablecido. Con cada pulsación una serie de pistones y bielas comienzan a
moverse dentro de una estructura de cobre y latón que se encuentra al lado del
tipógrafo. La extraña máquina comienza a rugir en una cacofonía de ruidos
metálicos y precisos.
La dama continua
tecleando febrilmente con una mano, mientras la otra la utiliza para operar una
serie de manivelas y válvulas. La temperatura a su alrededor pronto comienza a
elevarse, un húmedo mechón de cabello cae sobre su rostro, pero ella no tarda
en acomodarlo de nuevo, moviendo con ello ligeramente el pendiente de plata con
forma de engrane que cuelga de su oreja.
De algún modo
intuye que esta ocasión será distinta. Esta vez la máquina sí funcionará
adecuadamente. Tiene que hacerlo. A su espalda se deja escuchar un silbido, el
familiar sonido del vapor brotando a través del pico de una tetera de cobre. Pero
el té tendrá que esperar. No puede apartar la mirada de los manómetros
repartidos sobre toda la superficie de su artilugio. La presión debe mantenerse
constante, o de lo contrario el proceso fallará. De nuevo.
Una pequeña fuga
de líquido comienza a filtrarse de la tubería principal. Molesto, pero
previsible. Aún así decide seguir adelante. Sin dejar de pulsar las teclas gira
un par de válvulas incrementando la presión. Las juntas de metal y los remaches
comienzan a vibrar, pero la integridad estructural de la máquina se mantiene
estable. Aún puede ir más lejos. Y lo hace. Sin moverse de su lugar hace
descender una serie de palancas, las cuales terminan de activar los mecanismos internos
de un ingenio similar en tamaño y forma a la bóveda de una locomotora.
Parece que pasan
horas, aunque realmente sólo transcurren unos cuantos minutos. La sinfonía
metálica de su máquina disminuye su ritmo hasta casi desaparecer, dejando tras
de sí tan sólo el leve murmullo del engranaje. Del gran aparato comienza a
salir vapor, al tiempo que se abre una especie de compartimiento de gran tamaño.
De aquella abertura, medio difusa por la neblinosa atmosfera, surge la figura
desnuda de un hombre, mejor dicho, de una máquina que imita a la perfección
hasta el más diminuto detalle de la apariencia del hombre. La joven dama ve
maravillada su creación. Para ella es mucho más que un hombre, mucho más que
una máquina, para ella es un Dios.
Abandona su
puesto y con reverencia se aproxima a él. Delicadamente y con ternura retira
con su dedo una gota de agua que se ha condensado en su pecho de cobre. Aquel
gesto parece despertar algo en la máquina, la cual mueve su rostro y clava sus
ojos en los de su creadora, una de sus manos se eleva y...
—¡Mary, es hora
del almuerzo! —dice una femenina y autoritaria voz a través del tubo acústico
de bronce que comunica el taller con el resto de la casa—. Mary Wollstonecraft Godwin, ¡no lo volveré a
repetir!
Pero la joven no responde el llamado. Su hombre máquina, su Dios, le ha extraído
la vida, dejando la fría y cruel impronta de sus dedos sobre la delicada piel
de su cuello.
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